25 de Mayo de 2000
Hoy he visto a mi antiguo vecino. Lo conozco unos ocho años, en los cuales lo he visto deteriorarse, sobre todo en los últimos dos años.
Hoy estaba bajando las escaleras, desde su cuarto piso sin ascensor, y he captado lo que de aventura tendrá para él subir o bajar esas escaleras. Una aventura en toda regla. Un esfuerzo enorme que pueda que una vez acabe con su vida. Un camino que ha de recorrer por pura obligación...o eso, o quedarse en casa y morir.
Pero creo que me equivoco. He dicho que es una aventura en toda regla, pero no es así, porque él no tiene posibilidad de elección o, en todo caso, la elección es sencilla: te mueves y vives, o te postras y mueres.
Yo entiendo por aventura a aquel camino de destino incierto que uno elige por propia voluntad, con total libertad, porque así lo quiere, porque así se lo pide el cuerpo y el alma.
Y el destino de esa aventura, el destino físico, no importa en realidad. Poco importa si llegas o no llegas al final de ese camino. Lo importante es como llegas, o mejor, quien llega. Si la aventura se ha iniciado de corazón, llegará otra persona distinta a aquella que inició el viaje. Esta nueva persona será más grande, más completa, más libre que cuando inició la aventura.
Desde tiempos remotos, los seres humanos hemos hecho muchos de estos viajes. Algunos de estos seres humanos se quedaron por el camino, otros llevaron a buen fin su viaje, y otros muchos, simplemente, no iniciaron ningún viaje, limitándose a beneficiarse del enriquecimiento espiritual de los que se atrevían a emprender el camino de la aventura.
Conozco gente a la cual el miedo le impide iniciar nigún viaje, incluso conozco gente que, además, transmite ese miedo a su entorno, impidiendo que los que le rodean tengan la suficiente libertad para elegir por si mismos.
Creo que, aunque la aventura termina con tu vida, es preferible iniciar el viaje con total libertad, que doblegarse ante el miedo propio o el ajeno.
Vive y deja vivir.
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